
En vísperas del Día de Todos los Santos, nuestro compañero Álvaro Carpena nos ofrece un curioso e interesante artículo que, bajo el título de LETRAS de LUTO, recoge algunos retazos costumbristas de cómo eran antiguamente los entierros en Abarán, recordando cómo el tañido de las campanas anunciaban si el fallecido era hombre o mujer, o cómo se anunciaban la defunciones a través de unas 'cartas mortuorias' que se confeccionaban en las imprentas locales y en las que se solía incluir una foto de la persona fallecida junto a los datos del oficio religioso y los nombres de los desconsolados familiares entre los que se ponían los nombres de los padres, hermanos, primos, sobrinos... e incluso hasta de los amigos.
≈ LETRAS DE LUTO ≈
Reza el sabio refranero popular que a los buenos Dios se los lleva y los malos aquí se quedan. También que al cabo de un año no hay dolor por muerte que no esté olvidado o ¡Ay del que muere! que el vivo enseguida se apaña lo mejor que puede.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que resultó habitual guardar el traje de boda para la mortaja (¡Míralo parece un novio!) o dedicar toda una vida al riguroso luto como puede apreciarse en la fotografía de la abaranera Dña. María Gómez Gómez quien falleciera el 4 de abril de 1929.
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En señal de duelo se guardaban espejos, a los cuadros se les daba la vuelta y era retirado cualquier elemento de quincallería por el mero hecho de brillar. Decíase que al llorar no se dejaba descansar al fallecido y que el uso de sus ropas podía atraer la desgracia. Durante el primer mes estaba mal visto que las viudas salieran de casa (¡deja la viuda con dinero y no le faltará quien le tape el agujero!) y para desprender el alma de asuntos pendientes se celebraba el todavía presente triduo al Santo Cristo de Las Penas (¡tenga tanta gloria como paz deja!).
Las lúgubres cartas mortuorias hacían llegar a sus destinatarios inesperadas letras de luto que, esculpidas solemnemente sobre papel entre alegorías de imprenta alusivas a las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), se limitaban a informar sobre la edad del fallecido/a, hora de la defunción, organización del oficio religioso y nombre de los desconsolados deudos teniendo cabida desde los padres políticos hasta amigos o personalidades.
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Pese lo laborioso del proceso, cuando las planchas estaban listas para imprimirse en la Imprenta Templado o Moderna y hasta la composición del ataúd, el cadáver era velado sobre la cama procurando caprichosamente que los ojos no quedasen entreabiertos ante la creencia de que ello impediría que el fallecido/a quedase en paz con respectivas consecuencias en vida para descendientes y vecinos.
Ya fuera invierno o verano, ventanas, puertas y balcones eran abiertos facilitando el paso de corrientes de aire reforzadas a golpe de abanicos sin colores vivos ni adornos.
La relevancia social del difunto era proporcional al tránsito por la casa, como también, del acompañamiento de párrocos de localidades vecinas y cantidad de pendones o estandartes durante el cortejo fúnebre, si bien y con el fin de evitar hurtos de supuestos familiares y amigos, alguien quedaba encargado de vigilar los movimientos por la casa, ante lo cual, nacería aquel dicho de ¿a tí quien te ha dado vela en este entierro?).
Desde que el cortejo partiera desde la Iglesia Parroquial de San Pablo hasta la casa mortuoria, un monaguillo o el propio sacristán timbraría el soniquete de la conocida e indeseada campanilla que, detenida en cualquier otro momento cotidiano a la entrada del hogar donde se administrarían los santos óleos para la extremaunción, daba lugar a que inmediatamente se expandiese el chascarrillo de que a fulano o mengana le estaban dando el “Pater Noster”.
Generalmente eran los hombres quienes únicamente acompañaban el féretro hasta el cementerio llegando a quedar prohibido que las plañideras cometieran su impertinente encargo dentro de la iglesia parroquial.
En cuanto al lenguaje de las campanas, el toque de difunto era distinto por sexo y edad. Si la muerte se había producido por la noche, el anuncio tendría lugar entre las siete de la mañana y el llamamiento al Ángelus del medio día. De ser por la tarde, después del Ave María, esto era, a las seis y media de la tarde en invierno o dos horas más tarde en verano.
Dos toques aludirían al sexo femenino y tres al masculino siendo a las cuatro de la tarde cuando, tras los prescriptivos toques de uso horario, se volvía a anunciar dicha noticia. En caso de bebés o niños que no habían hecho la comunión se daba el mismo número de toques con la variación de repique, para lo cual, se recurría a un martillo en lugar del badajo instalado bajo el cuello de la campana.
En vísperas de Todos los Santos se limpiaba profundamente la casa y cambiaban las sábanas por aquello de que los fallecidos volvían a sus hogares.
Las niñas eran veladas con el pelo fuera del féretro previamente adornado con flores alrededor de cabeza, cuello y torso para que durante aquellos momentos de congoja las mujeres -llenas de tierna imaginación- exagerasen su belleza a modo de consuelo.
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Son todos los anteriores curiosos retazos costumbristas sucedidos en Abarán que, habiendo llegado hasta nosotros mediante la tradición oral, placas fotográficas, esquelas y documentos parroquiales, reúnen todo un compendio de simbolismo y significado en un tiempo en el que el arrope y calabazate constituía el postre oficial en bodas, bautizos y comuniones, sin olvidar, el protagonismo de la calabaza durante la composición de guisos servidos como refrigerio tras el debido entierro (“mojar el muerto”) antes de que los de más allá de la Garita retomasen el camino de vuelta hacia aquel hogar desde el cual, algún día, el nuevo destino -para olvido de unos o recuerdo de otros- quedaría escrito con letras de luto.
Álvaro Carpena Méndez
Centro de Estudios Abaraneros







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