DOS MÉDICOS TIENEN LA CULPA

Sí. Dos médicos de Arabia del siglo III, que curaban a todos sin cobrar a nadie, que hacían milagros y que defendían la fe cristiana, que eran gemelos y que se llamaban Cosme y Damián. Ellos son los responsables de que en Abarán el olor y el sabor de septiembre sea diferente al resto del año; ellos son los culpables de la inyección de alegría e ilusión que aporta este mes y que supone un paréntesis en el hastío, la monotonía y la rutina que salpican el resto de la hojas del calendario.
Pero no sólo ellos, también el matrimonio formado por Cosme Juan de Durán y Leonor de Molina que, en el siglo XVI, se empeñaron en que en este pueblo, muy pequeño entonces, se les rindiera culto cada 27 de septiembre.
Después de ellos, generaciones y generaciones nos han ido transmitiendo esa llama y hoy, en el siglo XXI, aún sigue teniendo el mes de septiembre ese encanto tan especial que lo hace diferente y que provoca que todo un pueblo vibre desde los preludios de la feria (quizás lo mejor de ella) hasta que se oye ese sonido triste del trueno gordo que nos hace aterrizar en la realidad y nos abre la puerta a un invierno en el sentimiento, aunque el meteorológico aún no haya llegado oficialmente.
Cada feria es una llamada a sentirnos más pueblo, a experimentar ese orgullo de ser de Abarán que está en horas bajas el resto del año, a unirnos más unos con otros salvando todo lo que nos distancia en el resto de meses. Pero, para ello, hace falta que sean esperadas, sentidas y vividas con ilusión, que llenemos las calles desde la mañana hasta la noche, que no esperemos que nadie desde arriba nos fabrique el ambiente.
Es verdad que ya es imposible recuperar esa ilusión que sentíamos de niños al ver llegar los camiones de los feriantes a la Ermita, o al feriarnos ese juguete soñado durante el año, o la que sentíamos de adolescentes al bajar a las verbenas, únicos días en que se nos dejaba trasnochar, o la de aquellas muchachas que iban a ser reina o damas de las Fiestas, o la de todo el pueblo cuando un cohete anunciaba la compra de los toros para la corrida…
Pero no por ello debemos dejarnos llevar por la nostalgia de un espíritu que salpicaba la feria y lamentarnos pensando que cualquiera feria pasada fue mejor. Porque cada tiempo aporta lo suyo y, aunque es cierto que algunos festejos han ido a menos o han desaparecido, otros han ido a más (¿quién iba a imaginar el movimiento actual en torno a los Gigantes?). Lo que hace falta es sustituir el derrotismo y pesimismo que arrastramos todo el año por un deseo intenso de disfrutar de los que se nos propone en el programa, desde la puesta de carteles (la tradición más nuestra) hasta las verbenas pasando por los cabezudos, las carrozas o el castillo.
Y, por supuesto, sin olvidar nunca lo que es el centro y el origen de todo lo demás, ese desfile que comienza cada 26 de septiembre a las seis y media de la tarde en la Ermita y acaba al anochecer en la parroquia, desfile en el que todo un pueblo se une entre sí, se une con los que llegan de fuera y, sobre todo, se une con las generaciones que han amado, sentido y vivido a lo largo de los siglos este entrañable rincón del Valle.
(José S. Carrasco Molina)
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