UNAS FIESTAS DE (EN)SUEÑO

Este año, después de mucho tiempo, me decidí a correr la traca, fue solo el tramo final pero la experiencia fue apasionante. Al llegar a la Era, ésta se llenó de colores con esos preludios sonoros que, como bengalas luminosas, preceden al trueno gordo que, por cierto, sonó con más fuerza que nunca y nos pareció que todo iba a derrumbarse. Pero no. La Era siguió igual, aunque nosotros no, pues nos quedamos con ese sabor de tristeza y nostalgia que se nos queda en el alma al acabar cada feria. Y la de este año ha sido realmente inolvidable, pues todo el pueblo se ha volcado en la calle.
Los días han pasado muy rápidos y parece que fue ayer cuando subíamos a la sierra para acompañar a la Virgen en su bajada al pueblo. Bajábamos a buen ritmo, pues la cuesta abajo nos lo permitía. Al llegar a la barriada, ya oímos los primeros sones de la banda de música interpretando ‘Davisín’ y ‘Resortes’, mientras cientos de fieles subíamos con la patrona hasta la ermita donde ya se vivía por primera vez el ambiente de fiesta.
Este año, como siempre, he procurado asistir a casi todos los festejos, venciendo el cansancio y el sueño, pues tiempo habrá de dormir el resto del año. Por supuesto, respondiendo a la llamada cada tarde de la campanica de la Ermita, he subido a las novenas. La iglesia, llena cada día por cientos de devotos que al final cantaban con emoción y fuerza “Valerosos soldados de Oriente…”.
Como este año ha caído en sábado el día 26, la Ermita ha sido lugar de encuentro de muchos abaraneros de aquí y de más allá de la Garita para acompañar a los Santos en su procesión, origen de estas fiestas que ha sido tal vez más multitudinaria que nunca, pues además el tiempo acompañaba y hacía una tarde realmente maravillosa. Allí pude saludar a Pedro Augusto venido de Madrid, a Pedro Boluda, embajador de Abarán en Orihuela, a Azuar que viene siempre desde Murcia, a Pepe Gómez, cónsul en Ceutí y hasta a Joselito que ha llegado de Melilla y a muchos otros abaraneros de la diáspora que no han querido faltar a esta cita obligada. La Ermita era un mosaico de colores plasmados en los trajes recién estrenados de hombres y mujeres que se ponen las mejores galas. Estas, con vestidos de colores vivos y con zapatos y bolsos a juego; aquellos, con su traje azul o gris y su corbata también a juego.
El día 27 comenzó con el sonido del cohete retumbando en la hondonada del valle y, después, otros sonidos más armónicos, los de la diana de la Banda de Música. Para acompañarla nos hemos reunido en la Plaza Vieja los de siempre: Miguel López, abaranero de pro; el doctor Joaquìn Gálvez que lanza un mensaje de ánimo a la Banda; Jesús Gómez Torres y algunos familiares de los esforzados músicos que, con gran maestría y un poco de sueño, van interpretando “Despierta, Anabella” o “Amanecer en Corona” o “Alegres mañanitas”, inundando de alegría las calles en este día grande. Desde muchos balcones, se asoman mujeres que aplauden a la Banda.
Poco después, la procesión por los alrededores de la iglesia fue, como siempre, sencilla y entrañable. Allí saludé, como todos los años, a esas parientas de Cieza que, a pesar de su edad ya avanzada, no faltan nunca a esta cita. La misa, muy solemne, concelebrada por varios sacerdotes y presidida por el Obispo, a quien ya teníamos ganas de ver por este pueblo.
Al salir de la misa, me sumé, por unos instantes, al desfile de Gigantes que ya acababa su recorrido. Es un desfile mucho más sencillo que el que vimos el domingo anterior en ese Encuentro que se va superando año tras año y que en este 2020 ha sido espectacular, con más de veinte pueblos participantes, entre ellos uno de Navarra que nunca había acudido y que llamó mucho la atención de los miles de personas que vibramos con este inigualable festejo. En los bares no había forma de encontrar hueco para tomar una cerveza, abaraneros y forasteros los llenábamos todos.
Por la tarde, a los toros, como siempre. Cartel de lujo, como siempre. Ambiente de lujo, como siempre. La plaza llena hasta la bandera, como siempre. Orejas y rabos y salidas a hombros de los diestros, como casi siempre. Y, para acompañar las faenas, los sones de ‘Amparito Roca’, ‘El Gato Montés’, ‘Nerva’, ‘La Entrada’ y hasta ‘Paquito el Chocolatero’, como siempre. Por cierto que, unos días antes, no falté a ese festejo que es la única tradición nuestra que no tiene parecido en ningún otro sitio, la puesta de carteles, con cientos de personas que, con sus olés y “¡música, música!”, disfrutamos con los sones alegres de la banda, tras los carteles anunciadores de la corrida de este año.
El castillo fue espectacular, ya me lo había anunciado el “Bendito”, con efectos muy vistosos y originales que iluminaron el cielo durante un cuarto de hora que se nos pasó en un minuto. Miles de personas disfrutamos de esta muestra pirotécnica que no puede faltar en ninguna fiesta.
Igual que disfrutamos, aunque a costa de quedar con el pelo y la ropa llenos de papelillos de todos los colores, con ese desfile de carrozas que, por suerte y por el empeño de unos cuantos amantes de su pueblo, se ha resucitado y que se remonta nada menos que a 1929. Este año los trajes han sido muy originales y realizados con mucho mimo.
No he faltado ni a una sola verbena en el Parque disfrutando de la música de grandes orquestas y, sobre todo, de una temperatura estupenda que ha contribuido a la brillantez de esta veladas que tan felices han hecho a varias generaciones, gracias especialmente al recordado y entrañable Churri.
Igualmente, disfruté de un gran espectáculo en el marco del Cervantes con la actuación de los ‘Amigos de la Zarzuela’, con el Piti a la cabeza, representando Katiuska, con un gran Joaquín de Monja dando vida a Bruno Brunovich en medio de la estepa rusa.
Pero, como cada año, el momento más emotivo, al menos para mí, se produce en la mañana del 29. Tras la procesión, la más alegre, los santos entran en su ermita mirando al pueblo, observando a muchos devotos que nos colocamos frente a la puerta de la ermita para decirles un “hasta el año que viene” con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos, con los acordes del himno nacional como fondo de tantas emociones nacidas del corazón. A mi lado, siempre, las hijas de Indalecio que, también con los ojos llorosos, reviven el recuerdo de su padre.
Ya se quedan Cosme y Damián en su camarín, ya nos vamos de la ermita con esa flor que hemos cogido del trono y que se nos queda como efímero recuerdo de estos días tan entrañables y tan nuestros que nos han dejado cansados, casi agotados pero ha merecido la pena porque no sabemos si al año que viene los podremos disfrutar.
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Son las siete y media de la mañana del 30 de septiembre. El despertador suena y me recuerda que debo levantarme porque hay que ir a Cieza al trabajo. Me cuesta más que nunca dejar la cama. Y me levanto con una sensación extraña, cansado, fatigado, como si hubiera estado toda la noche de festejo en festejo, aunque apenas puedo recordar lo que he soñado.
Salgo a la calle y no hay ni rastro de papelillos de colores por el suelo, ni un trozo de cuerda de la traca, ni una mancha negra de pólvora por ningún sitio…
(José S. Carrasco Molina)
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