
¿Cómo se llegaba a las bandas de tambores y cornetas abaraneras a comienzos de los años noventa? ¿Qué particularidades guardaban en su toque lento y ordinario? ¿Cómo se vivían los pasacalles? ¿Cuáles eran las redes sociales de los niños de aquél entonces? Estas y otras cuestiones serán tratadas a través de una amena entrevista con Pedro David Guillén Gil.
De nuevo y bajo el manto de la primavera, Abarán tiene cartel para una atípica Semana Santa donde, esta vez, el sobrio emblema de la Junta de Hermandades sobre un aterciopelado fondo nos invita a leer un extracto bíblico que, sembrado en el monte de los olivos, parece abonar nuestra esperanza para no caer dormidos en el letargo de la desilusión pues, lejos de lo acostumbrado, el sonido de las noches de ensayo no ha servido de pórtico ante una composición de la que se espera que, como un grito pegado a la pared, haga las veces de pregonero ante unas palabras que nuevamente deberán ser comprimidas en el rincón de la paciencia.
Sin embargo y como queda constancia a través de retazos de historia local, el abaranero siempre ha sabido reinventarse y así lo muestra la conversión de barrancos en calles, la elevación de las aguas o más concretamente, el envejecimiento de unos desfiles procesionales que se han ido construyendo a la medida exacta de nuestras calles. Y ha sido precisamente bajo el espíritu de atizar a la nostalgia del procesionista como consuelo del espectador cuando, sin concesión al adorno y a modo de refugio sensorial, un polvoriento Salón de Tronos ha servido para compartir lo que no se ve o, dicho de otra forma, aquellos aspectos inmateriales que extralimitando los desfiles procesionales y hasta ahora custodiados celosamente por sus depositarios, han permitido transformar la oscuridad de aquel lugar en paisajes nazarenos, el silencio en el acaramelado sabor de la anécdota y las palabras (como una lluvia de gotas de cera) en recuerdos latentes y secretos que al ser pronunciados … sencillamente se han transformado en vida.
Álvaro Carpena Méndez
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